lunes, 26 de febrero de 2018

EL REGALO DE PROMETEO.



Al crear a las especies mortales, tal como cuenta Platón en el Protágoras, los dioses encomendaron a los titanes Prometeo y Epimeteo que dotaran a cada especie de sus facultades, distribuyéndolas equilibradamente. Epimeteo repartió cualidades de forma armónica, de modo que la velocidad, la habilidad para trepar o la capacidad de volar compensaran la debilidad o el pequeño tamaño. Dotó de piel grasa y abundante pelo a aquellos seres que vivía en ambientes fríos; dio velocidad, fuerza, garras y colmillos a quien necesitaban cazar a otros animales para alimentarse, y dotó a su vez a estas presas de cuernos y cuerpos grandes y pesados para defenderse de los depredadores. Pero Epimeteo -el que siempre llega tarde- se olvidó del ser humano, así que cuando su hermano Prometeo –el previsor- comprobó que todos los seres, excepto uno, estaban dotados naturalmente para vivir, decidió robar a los dioses la sabiduría y el fuego para permitirle al hombre sobrevivir en la naturaleza con divinas propiedades.

El mito de Adán y Eva evoca la existencia del Edén, un huerto divino que proveía al hombre de todo lo que necesitaba para vivir, sin necesidad de trabajo ni esfuerzo, sin enfermedades ni sufrimiento. La única condición que Dios puso a Adán y Eva para disfrutar de esta felicidad absoluta y eterna fue que conservaran su ingenuidad natural, su inocencia animal manteniéndose alejados del árbol de la ciencia. Pero Adán y Eva desobedecieron a Dios y este los castigó expulsándolos del Eden, viéndose obligados a vivir una vida propiamente humana. A partir de ese momento tomaron conciencia de su desnudez ante la naturaleza y fueron condenados a trabajar, a parir con dolor, a sufrir, a envejecer… Perdieron la seguridad y la felicidad que otorga el desconocimiento del futuro y de la muerte, pero ganaron inteligencia y libertad. 
La historia de Adán y Evoca recuerda la idea de un mundo perfecto perdido, pero también la pérdida de la animalidad y la realización de lo más propiamente humano. Para alcanzar una noción moral, y actuar guiados por ella y no irresponsablemente (los predadores matan sin culpa), Adán y Eva desobedecieron necesariamente a Dios: fueron fieles a su naturaleza a “imagen y semejanza” de su creador, entendiendo esta no como consecuencia de la posesión de un alma inmortal, sino como  la capacidad para seguir un comportamiento regido por la libertad. Dios prohibió, pero sabiendo que eso era tanto como obligarles a renunciar a su naturaleza más propia. La caída, pues, era inevitable; la elevación también. Dios -causa primera- creó a un ser que debía crearse a sí mismo -causa segunda- en un segundo momento de la creación. Adán y Eva perdieron su ingenuidad animal, y comprendieron que estaban obligados a hacer lo que ningún animal está obligado a hacer: obrar con inteligencia y libertad
Los pensadores del Renacimiento radicaron la dignidad del hombre en las posibilidades que le proporciona su naturaleza flexible. Una de las expresiones más intensas del valor que adquiere el hombre como forjador de sí mismo es el Discurso sobre la dignidad humana, de Pico della Mirandola:
Así pues, [Dios] hizo del hombre la hechura de una forma indefinida, y colocado en el centro en el centro del mundo, le habló de esta manera: “No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que deseo para ti, esos los tengas y poseas por tu propia decisión y elección. Para lo demás, una naturaleza contraída dentro de ciertas leyes que le hemos prescrito. Tú, no sometido a cauces algunos angostos, te la definirá según tu arbitrio al que te entregué. Te coloque en el centro del mundo, para que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en ese mundo. Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal, ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión.
Como en el mito que Platón presenta en el Protágoras, Dios crea al hombre cuando ya todos los dones naturales han quedado distribuidos entre las otras criaturas. Dios decide que el hombre posea todos los dones y ninguno, creándole sin una esencia o naturaleza claramente determinada. Todas las criaturas están ontológicamente determinadas por la esencia específica que les ha sido dada, en cambio el ser humano es el único ser vivo que posee una naturaleza no predeterminada, sino constituida de tal modo que debe hacerse a sí mismo, deber ser libre.
Al hombre ningún aspecto de la realidad le viene dado, sino que tiene que interpretar la realidad y optar entre las posibilidades que se le ofrecen. La naturaleza en el hombre siempre se encuentra mediada por la cultura. Es lo que Ortega quería poner de relieve cuando dijo que un tigre es siempre un primer tigre, mientras que el hombre no es ya nunca Adán. A lo que se refería Ortega es que frente a la seguridad instintiva del animal, la vida humana es quehacer: como al animal, la vida nos ha sido dada, pero no nos ha sido dada hecha, teniendo que hacer cada cual su propia vida. Ortega afirmó que el hombre no tiene naturaleza, lo que  tiene es historia. Sartre, existencialista, dirá que el hombre no tiene esencia, sino existencia, la cual le condena a ser libre. Muchos existencialistas insistieron en que su filosofía sobre el hombre se podría resumir afirmando que el hombre se hace a sí mismo, y que hasta que la muerte no llega siempre hay una posibilidad. El epitafio de Heidegger, que escribió que la muerte es la imposibilidad de todas las posibilidades, bien podría haber sido: “Hasta aquí todo fue posible”
Unamuno -existencialista avant la lettre, hiperexistencialista que exigió una posibilidad más allá de la muerte- ofreció en Del sentimiento trágico de la vida una versión del origen del hombre según la cual: “Un mono antropoide tuvo una vez un hijo enfermo, desde el punto de vista estrictamente animal o zoológico, enfermo, verdaderamente enfermo, y esa enfermedad resultó, además de una flaqueza, una ventaja para la lucha por la persistencia”. El hombre no es más que una especie de simio hidrocéfalo y bípedo: sus manos liberadas y su gran cerebro le permiten fabricar utensilios, y su postura erguida resitúa los órganos del aparato fonador, lo que le permite hablar. Pero para que la bípeda hembra humana pueda dar a luz una criatura con una cabeza de tal tamaño tiene que parir con dolor. Es el castigo con el que Dios condena a la mujer por hacerse humana. Para Unamuno, la enfermedad del hombre es su inespecífica naturaleza, por la cual el hombre tiene que vivir del pensamiento, de la técnica, del trabajo.
Ortega también narró mitológicamente el origen de la singularidad humana (El mito del hombre allende la técnica), y también lo situó en la “enfermedad”. El hombre es un animal enfermo que ha desarrollado una hipertrofia cerebral que le  acarrea, a su vez, una hiperfunción cerebral que lo aleja de la naturaleza mecánica, instintiva, porque nace en él “una enorme riqueza de figuras imaginarias en sí mismo. Estaba, naturalmente, loco, lleno de fantasía, como no la había tenido ningún animal antes que él, y esto significa que frente al mundo circundante era el único que encontró, en sí, un mundo interior”. La hipertrofia cerebral lleva también al animal enfermo a encontrarse con dos repertorios distintos de proyectos: los instintivos y los fantásticos, entre los que tiene que elegir. Por eso el hombre es, desde el principio, “un animal esencialmente elector”, y por tener que elegir, tiene que hacerse libre; “esta terrible libertad del hombre, que es también su más alto privilegio (…) Sólo se hizo libre porque se vio obligado a elegir, y esto se produjo porque tenía una fantasía tan rica”. El mundo natural, mecánico y determinista no satisface la riqueza mental que ha adquirido el animal enfermo, el cual necesita crear un mundo nuevo, ortopédico, técnico. Pero hay que tener muy en cuenta que para Ortega lo que hace enfermar al hombre es la naturaleza. Desde el momento en que la naturaleza enferma al hombre su vida está mediatizada por la cultura. No podemos olvidar que a nosotros los humanos, animales “desnaturalizados”, la cultura nos la ha impuesto la naturaleza. La naturaleza nos encadena con fuerza a sí misma y determina el largo de la cadena.
El denominador común de todas estas visiones del hombre es que nuestra naturaleza, por indeterminada, es muy flexible. El hombre ha podido adaptarse a todos los medios porque no está adaptado a ninguno en concreto. El hombre fue expulsado del paraíso cuando se vio obligado a vivir fuera del inflexible mundo natural. ¿Fue un castigo, fue una maldición escapar de la rigidez y determinación en la que viven los animales? De serlo nuestra inteligencia es nuestro castigo, porque, se tenga de ésta la idea que se tenga, es lo que caracteriza al hombre en su relación con el mundo, la que le va a permitir entenderlo e interpretarlo para dar respuesta a cualquier situación vital a la que se enfrente.

La Antropología filosófica.
La antigua Psicología racional ponía el acento en el abismo que separa al hombre del resto de animales: el alma espiritual y racional. La Antropología científica, surgida en el s. XIX al compás del evolucionismo y del desarrollo de disciplinas científicas como la biología, la medicina o la arqueología, lo ponía en las semejanzas, de tal modo que las diferencias entre la especie humana y el resto de especies animales eran sólo de grado. La Antropología filosófica, una disciplina nacida en el periodo de entreguerras, se sitúa entre estas dos tradiciones, dirigiendo su atención a la cuestión sobre el puesto que el hombre ocupa en la naturaleza: ¿es la especie humana absolutamente singular o no es más que una especie de primates algo particular? Obras fundamentales de la Antropología filosófica llevan títulos significativos como El puesto del hombre en el cosmos, de Max Scheller, o El hombre, su naturaleza y su lugar en el mundo, de Arnold Gehlen.
La reflexión filosófica sobre el hombre es tan antigua como la propia filosofía, pero como disciplina autónoma la Antropología filosófica no cobra carta de naturaleza hasta la publicación en 1915 de Acerca de la idea del hombre, de Max Scheller. En ella asume Scheller que la enfermedad del hombre es la propia de un inadaptado al medio, y que no es su desarrollo técnico lo que le diferencia del animal (pues la invención y utilización de la técnica es esencialmente un modo de adaptarse al medio), sino el desarrollo espiritual:
El animal enfermo, al animal racional y de herramienta –indudablemente un ente muy feo-, se vuelve inmediatamente hermoso, grande y lleno de nobleza, si se llega a reconocer que es  el mismo ente que es o puede llegar a ser también el ser que trasciende toda vida, y en la vida, a sí mismo, precisamente gracias a esa actividad (actividad que tiene un aspecto sumamente ridículo si se la mide en función de la “conservación de la vida” y sus fines.
Precisamente por su carácter deficitario desde el punto de vista biológico, el ser humano es capaz de trascender el orden natural y crear el orden espiritual. Por ello, para Scheller, toda explicación naturalista del hombre fracasa, porque no llega a su esencia espiritual. La especie humana es incomprensible desde la biología e irreductible a ella. En El puesto del hombre en el cosmos, Scheller pretende “dilucidar tan sólo algunos puntos concernientes a la esencia del hombre, en su relación con el animal y con la planta, y al singular puesto metafísico del hombre”. Al concepto natural del hombre hay que añadir, para su cabal comprensión, lo que Scheller llama “concepto esencial del hombre”. Al “reino de la vida”, propio del animal, distingue y opone el “reino del espítiu”. El hombre es “el asceta de la vida”, el animal que puede reprimir y someter sus instintos e impulsos vitales. El hombre se sitúa más allá de la naturaleza: en tanto que animales tienen “medio” y en tanto que seres espirituales viven en el “mundo”. El “cosmos” es el ámbito humano donde el espíritu personal, desde la vida natural, se abre hacia el mundo.
La posición de Scheller deriva necesariamente hacia un dualismo no muy distinto al dualismo antiguo que escindía la realidad humana en cuerpo y alma, y en el que el espíritu se impone y se opone a la naturaleza. A esta concepción se opuso Arnold Gehlen, quien publicó en 1940 El hombre, su naturaleza y su lugar en el mundo, en busca de una explicación unitaria del ser humano. “Hay que desterrar en primer lugar la idea antiquísima (presente también en Scheller como telón de fondo) de que el hombre reúne en sí esferas de la vida que han sido construidas por separado en la naturaleza”. Para Gehlen la especie humana, morfológicamente, está determinada por su carencia, por su no especialización, carencia que es mortalmente peligrosa en el relativamente prolongado período de la infancia. A esta condición la llamó Arnold Gehlen “déficit”; pero un déficit que supone una ventaja al hacer posible la apertura creativa al mundo y la aparición de la cultura. Y es la inteligencia (no el espíritu, como en Scheller) la que permite al hombre superar esa carencia. La función de la inteligencia es estrictamente biológica.
Así, el hombre no tiene “medio”, o mejor, su medio se convierte en “mundo”, ámbito inespecífico, indeterminado y abierto. No hay antítesis entre medio y mundo porque el hombre sólo vive en un mundo. No hay escisión entre naturaleza y espíritu. Gehlen propone un enfoque unitario del ser humano donde lo espiritual no se opone a lo natural. Para comprender bien la realidad humana Gehlen propone un enfoque unitario, “antropobiológico”, que perciba al hombre como una totalidad no como una superposición de estratos.
La indeterminación de la naturaleza humana fue entendida por la Antropología filosófica de manera negativa, como carencia, como déficit, como no-especialización. Lo hemos visto en Unamuno o en Ortega. Xavier Zubiri, por el contrario, le dará un carácter positivo: no se trata de un “no”, sino de un “hiper”. ¿Qué es este “hiper”? Zubiri sostendrá que las cosas, además de presentarse con un contenido concreto, se presentan en la impresión de los seres dotados de sistema nervioso de un modo, con una “formalidad” peculiar: como signos que desencadenan una respuesta. El ser humano, sin embargo, posee la singularidad de aprehender las cosas no como meros signos, sino como realidades. Esta singularidad se debe a un sistema nervioso que le da una capacidad de formalización distinta a la del resto de animales, entre los que esta capacidad es de mayor e o menor grado. La capacidad de formalización del ser humano da un salto cualitativo y se convierte en hiper-formalización.

La Antropología filosófica de Zubiri.

Zubiri se ocupó del problema filosófico del hombre a lo largo de su dilatada vida intelectual. Siempre lo consideró un problema genuinamente metafísico, porque el análisis de la realidad humana debe partir de un hecho incuestionable: la realidad, que es lo primario y fundamental; el ser humano está sumergido en ella y de ella no puede salir. Zubiri se convenció de que los nuevos retos a los que se enfrentaba la filosofía debían situarla a un nivel más radical que el de la antigua metafísica y el de la moderna teoría del conocimiento y se dispuso a revisar los fundamentos de la filosofía occidental. Para Zubiri, teoría de la realidad y teoría de la inteligencia son “rigurosamente congéneres”, y son además esenciales para elaborar una teoría del ser humano. Los fundamentos de la antropología filosófica de Zubiri se encuentran en su teoría de la realidad y su teoría de la inteligencia. Realidad e inteligencia son dimensiones de un mismo problema, del problema filosófico por excelencia: qué es la realidad y cómo la intelige el hombre.

En su momento primario y radical, inteligir no es conocer lo que las cosas son, sino algo mucho más modesto pero más decisivo: es la mera actualización o presentación en la impresión humana de las cosas reales en tanto que reales. Esta facultad es la condición de posibilidad de todo lo que es el hombre y lo que le distingue del resto de animales. El hombre es primero animal de realidades y después, y sólo por serlo, todo lo demás. Todo lo que es el hombre, o lo que se ha dicho que es  (animal racional, animal social, animal político, animal moral, animal simbólico, homo sapiens, homo faber, homo ludens, homo religiosus) se funda en el hecho de ser el hombre animal de realidades.

La filosofía de Heidegger, que tanto había impresionado a Zubiri, centró su atención en el tema del sentido. La fenomenología se había hecho hermeneútica. Pero al Ser heideggeriano antepondrá Zubiri la realidad como lo primario y radical que fundamenta al Ser. Y para enfrentarse a la realidad es necesario el apoyo en las ciencias de la naturaleza. Zubiri pensó que la filosofía no podía ignorar la investigación científica (como la ignoró Heidegger). En 1930 Zubiri abandona Friburgo, a donde había viajado para estudiar con Heidegger, y viaja a Munich primero, y después a Berlín, para conocer a los artífices de la revolución de la ciencia física (entre otros, conoce a Heissenberg, Schrödinger, Planck o Einstein). Además, Zubiri estudiará biología y embriología, la psicología de la escuela de la Gestalt, neurología con Kurt Goldstein, y etología con Wolfgang Kohler, muy conocido en España por sus experimentos con chimpancés en Tenerife. A partir de entonces, Zubiri tendrá siempre presentes los hallazgos científicos, lo que le convertirá en uno de los filósofos contemporáneos con más sólidos conocimientos científicos, fundamentales en su filosofía madura.

Ignacio Ellacuría, amigo y discípulo de Zubiri, afirmó que desde sus primero cursos este pensó la realidad humana desde una perspectiva integral: como realidad física, realidad química, realidad biológica y realidad individual, social e histórica. Para Zubiri el hombre es, estructural y dinámicamente, todo eso. En consecuencia, para responder a la pregunta “qué es el hombre” es indispensable el aporte de las ciencias (física, química, biología, psicología, sociología, etc.), y no sólo en lo que atañe al conocimiento positivo del ser humano, sino también al filosófico. Zubiri siempre creyó necesaria la contribución de la ciencia para acceder filosóficamente a la realidad humana, aunque reconociendo el carácter aproximado y parcial de los resultados que la ciencia ofrece. La razón de tal necesidad estriba en que toda intelección parte de la realidad física, de la actualización de lo físico en la inteligencia, de donde resulta que lo físico no se opone a lo metafísico, sino que es lo metafísico por excelencia. El filósofo debe comprender la realidad considerada en su radicalidad y en su totalidad; su estructura formal y última en tanto que tal realidad. Pero inevitablemente debe partir de la realidad física inmediatamente dada, del saber científico contrastado. La filosofía de Zubiri es filosofía primera, reflexión metafísica, pero es una filosofía siempre atenta a los nuevos hallazgos científicos. Fruto de esta manera de entender las relaciones entre ciencia y filosofía, o mejor, de su manera de entender cómo hacer filosofía, fueron los cursos que Zubiri impartió durante décadas.


Inteligencia sentiente y realidad.

Zubiri, influido por Gehlen, afirma que la inteligencia sentiente sitúa al ser humano en un medio muy distinto al del animal, el cual se caracteriza por estar cerrado y exigir un tipo de respuestas muy definidas, determinadas por los estímulos recibidos. El ser humano, sin embargo, vive en un mundo caracterizado, según Gehlen, por su inespecificidad, apertura e indeterminación, que son precisamente los caracteres de lo que Zubiri asigna a lo trascendental. La inteligencia sentiente permite al hombre abrirse a lo real en cuanto tal. Cuando una cosa se actualiza (presenta) en la inteligencia sentiente como realidad, remite desde sí misma, desde su específica y determinada realidad, por su respectividad remitente, a otras cosas específicas y determinadas, y por ellos a toda la realidad en tanto que realidad, al mundo inespecífico e indeterminado.
La realidad es así lo radical y primario, el fundamento de la vida humana, y no es la vida la realidad radical, como opinaba Ortega. La antropología de Zubiri es metafísica porque debe partir de la realidad. Ocurre que el concepto de realidad de Zubiri es peculiar.
Zubiri afirma que sólo hay realidad estricta y formalmente en la intelección humana. ¿Quiere esto decir que las cosas sólo son reales si son percibidas por el ser humano? No, porque Zubiri no identifica lo real con lo existente, sino con lo que es percibido como realidad. Y percibir las cosas como realidades es un acto exclusivo de la inteligencia humana. Por eso Zubiri define al hombre como “animal de realidades”. Qué significa para Zubiri percibir las cosas como realidades, qué significa ser animal de realidades, lo vimos aquí.


Habitud y formalidad.

Las cosas se presentan tan otras en la aprehensión del ser humano que este puede inhibirse temporalmente de la respuesta frente al estímulo, lo independiza de él, quedando así el hombre liberado en cierta manera del estímulo. Ese distanciamiento de los estímulos posibilita que la respuesta a la que obliga el medio sea una respuesta abierta; permite elegir. El ser humano se independiza de las cosas, y ellas se independizan de él (son percibidas más autónomamente). El estímulo no presiona tanto al hombre, lo que permite que se introduzca la cuña de la cultura. Hay comportamientos animales de los que se presume la condición de hecho cultural, como el empleo por parte de algunos chimpancés de ramitas, preparadas por ellos para recoger insectos del interior de los árboles. Pero el estímulo, el insecto, está ahí; no es lo mismo que proyectar y elaborar un instrumento cuando el estímulo no está presente.

Respecto a este distanciamiento del estímulo que señala Zubiri es muy interesante un texto de Ortega y Gasset, que se titula “Ensimismamiento y alteración”, incluido en El hombre y la gente, en el que el maestro de Zubiri explica cuál es “la diferencia más sustantiva entre el hombre y el animal”, situándola en la capacidad del humano de ensimismarse, de retirarse del mundo, mientras el animal vive entregado al mundo, en continua alerta a los estímulos, sin poder apartarse de ellos, sin poder ignorarlos, “en perpetua inquietud, mirando, oyendo todas las señales que les llegan de su derredor (…) son los objetos y los acontecimientos del contorno los quienes gobiernan la vida del animal (…) no vive dentro de sí mismo, sino que está siempre atento a lo que pasa fuera de él, a lo otro que él”. El hombre también se siente prisionero del mundo, dice Ortega, sin duda, pero con una diferencia esencial, “que el hombre puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa de las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él (…) volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas”.

Al modo de “quedar” lo “otro” en la impresión lo llama Zubiri –como ya sabemos- “formalidad”. Pues bien, tanto el contenido como la formalidad dependen en buena medida de la índole del animal. El color percibido, por ejemplo, es siempre una alteridad y su contenido depende en cada caso de los receptores que el animal posea (una longitud de onda tiene un contenido distinto en el sistema visual del hombre que en el del perro). La formalidad en que queda el contenido no depende, sin embargo, de los receptores, sino de la “habitud”, esto es, del modo de habérselas el animal con las cosas. Las cosas se implantan en el contexto de las demás cosas de una forma determinada: teniendo un entorno (materia inorgánica), un medio (seres vivos) o un mundo (seres humanos), y adquieren diferentes modos de habérselas con el medio (“habitudes”). Hay, según Zubiri, tres “habitudes” radicales, tres modos radicales de habérselas con las cosas: nutrirse de ellas, sentirlas e inteligirlas. Correlativamente, quedan las cosas según tres formalidades: alimento, estímulo, realidad. En función trascendental, la estructura propia de las cosas, su contenido de notas, su dimensión talitativa, le determinan a la cosa un modo de realidad, le determinan diferentes modos de ser “de suyo” (“tener en propio”, “autoposeerse”, y “ser persona”). La sustantividad de una roca, por sus notas aprehendidas, tiene un entorno, tiene una conexión con el entorno  y un mero tener en propio sus notas. Una sustantividad viva tiene un medio, una habitud (se enfrenta al medio vegetándolo o sintiéndolo) y se autoposee (es un autós). La sustantividad humana tiene un mundo, una habitud (se enfrenta al medio inteligiéndolo), y es persona, es decir, es en una realidad que “de suyo” es suya. 

De la formalización a la hiperformalización.

Existe, según Zubiri, una progresión en orden a una mayor sustantividad y a una mayor formalización, lo que quiere decir que las cosas percibidas “quedan” en el perceptor, conforme ascendemos por la escala biológica, de manera más autónoma, más independiente, más “de suyo”. Cuando el “de suyo” se hace plenario, es decir, cuando la realidad se hace plena en la intelección humana y deja de ser simple estímulo, la materia evoluciona de sentiente a inteligente. Llega un momento, dice Zubiri en Estructura dinámica de la realidad en que ...

(…) esa formalización sube de grado y se convierte en hiperformalización. Esto sucede cuando en un animal la formalización alcanza un grado tal, que el elenco de respuestas que suscita en una acción no está asegurado por las propias estructuras del animal; no garantiza la adecuación a la respuesta. En ese caso el hombre, animal hiperformalizado, ejecuta una operación muy trivial y muy elemental pero en la cual hay sin embargo una innovación fabulosa en el Universo, que es precisamente hacerse cargo de la realidad. La hiperformalización constituye precisamente al animal que se hace cargo de la realidad, de modo que puede continuar la estabilidad de la especie (pp. 205-206).

Es decir, para seguir siendo lo que es el animal necesita ya algo más, necesita la inteligencia. Al enfrentarse a las cosas y a sí mismo como realidades se modifica la sustantividad entera y brota una estructura absolutamente nueva que puede definirse como animal de realidades o animal hiperformalizado. Esta nueva estructura surge por un cambio cualitativo: por mucho que se complique la estimulidad el estímulo nunca se convertirá en realidad. Sin embrago, advierte Zubiri, no hay cesura o discontinuidad, porque, como ya hemos dicho, esta nueva estructura que emerge de las estructuras animales reposa en ellas. La evolución no se detiene porque la realidad es en sí misma dinámica y no puede dejar de serlo, emergiendo nuevas estructuras a partir de otras que sólo pretenden seguir siendo lo mismo. El psiquismo humano, esencialmente distinto del animal, es producto del dinamismo de la materia en progreso hacia una mayor formalización. Para Zubiri es un hecho incontestable que hay una progresión en orden a la sustantividad, pero eso no significa que el dinamismo de la materia opere teleológicamente, sino que podría decirse más bien que los productos del dinamismo de la materia son producto de un efecto “bola de nieve”. Somos nosotros los que vemos finalidad allí donde no hay más que azar y necesidad.


La realidad personal.

Toda realidad es de suyo, es decir, posee unas notas que le pertenecen en propio. Sin embargo el ser humano, posee además una peculiaridad: es suyo. El ser humano es un “de suyo” que aprehende “de suyos”, y por eso es persona.

El hombre además de las notas que posee como sustantividad que es, posee notas por la apropiación de posibilidades que su radical apertura a la realidad le confiere. Estando en la realidad es como el hombre se hace persona, que es el modo de ser real y de estar en la realidad que tiene el hombre. Determinado por sus notas psíquicas y orgánicas, por su inteligencia sentiente, el hombre se constituye y se mueve en la realidad, se constituye como persona. El ser realidad personal se funda en ser sustantividad abierta a la realidad, en ser animal de realidades.

El ser vivo se mantiene siendo el mismo conservando íntegra su estructura, siendo la sustantividad que es. El hombre hace lo mismo, pero la sustantividad que es sólo puede serlo en el seno de la realidad, en el ámbito de las cosas en tanto que realidades; un ámbito exclusivamente humano, en el que las cosas y el ser humano mismo son percibidos como realidades. El carácter de realidad está inscrito en la inteligencia del hombre y excluido del animal. No es que al animal no se las vea con algo que no es materialmente real, con algo que no existe físicamente, sino que esas cosas no se le presentan ni quedan en su impresión en formalidad de realidad. Entonces ya no se trata de continuar simplemente siendo el mismo, sino de poseerse, de ser su propia realidad; se produce una novedad ontológica: la persona, un “de suyo” que es suyo, una realidad abierta a su propia realidad.

El hombre no está colocado entre las cosas, sino que está instalado en la realidad; no tiene un medio, como los seres vivos, sino un mundo. Los actos humanos ya no son reacciones ante el estímulo del medio, sino repertorios de respuestas que se convertirán en proyectos mediante los cuales el hombre hace su vida. El animal no se conduce, le conducen ante todo sus instintos, se adapta al medio. Por su carácter biológicamente inconcluso y flexible, el hombre tiene que hacerse cargo de la realidad, de sí mismo y del mundo sin un elenco de respuestas dadas de antemano a las posibilidades que el mundo le ofrece. Con todas las constricciones que se quiera, el hombre elige, proyecta.

Al carecer de inteligencia, dice Zubiri, el animal carece del carácter reflexivo del “se” que sí posee el hombre. El hombre “se” siente hambriento, el animal tiene hambre. Que el animal “se” sintiera hambriento implicaría lo imposible, esto es, que se percibiera a él mismo y al hambre; pero el animal sólo siente el hambre que le estimula y le obliga a responder. Por la inteligencia el hombre tiene que habérselas no solamente con las cosas, sino también consigo mismo en tanto que realidad. Al ejecutar sus actos el hombre, justamente por tener inscrita en su inteligencia sentiente el carácter de realidad de las cosas y de sí mismo, ejecuta sus actos personalmente: come, duerme, etc., pero al hacerlo, él es quien come, él es quien duerme, etc. Al sentir inteligentemente siente la realidad dos veces (reduplicativamente), se siente a él mismo y siente el comer, el dormir, etc. Ese “él”, en primera persona, es el “Yo”. El Yo es la figura que va adquiriendo el hombre al realizar sus actos. Y vivir es, ni más ni menos, que ir modelando una figura u otra, es decir, ir configurando un Yo. Por eso, sostiene Zubiri, el Yo es la actualización en el mundo de la sustantividad humana.

A ese ser frente a toda realidad es a lo que llama Zubiri ser realidad ab-soluta (realidad “suelta”, desligada de toda realidad, ‘suya’ y no de otra). Pero como al mismo tiempo el hombre necesita de las demás cosas para configurarse como persona porque no puede hacerlo desde la nada, sólo es relativamente absoluto: la vida personal del hombre consiste en poseerse haciendo su Yo, su ser, que es un ser relativamente absoluto.

A la dimensión individual de la realidad humana se añaden la dimensión social y la dimensión histórica. Las otras personas no son sólo los demás con quienes hago la vida, con quienes configuro mi Yo (además de hacerla con las demás cosas y conmigo mismo), sino que son también algo que de algún modo soy yo mismo. Este hecho se funda en compartir los hombres la esencia quidditativa. El hombre concreto, la persona, pertenece a un phylum, el de la especie humana, por el hecho de constituir un esquema de replicación genética que es parte constitutiva sin la cual la sustantividad no existiría y por la cual, aunque sólo sea "esquemáticamente" los hombres están vertidos a los demás. La convivencia, además,  también tiene un fundamento personal, porque el modo de ser real de la sustantividad humana, que es ser persona, está envuelto necesariamente en dos modos de ser esenciales en el ser humano: el social y el histórico. Además de ser genética la unidad humana es una unidad histórica que se va haciendo. Los hijos nacen de unos padres, pero nacen en una tradición cultural y en un contexto socio-cultural donde van construyendo su propia personalidad. La realidad humana se constituye de manera radical en el seno materno, pero después del nacimiento hay un factor esencial que va a actuar en la configuración de la persona: las demás personas. Para instalarse en su vida humana, el hombre no puede comenzar de cero. Por tanto no le basta con la transmisión genética de sus caracteres psico-orgánicos, sino que sus progenitores (o quienes sean) han de darle un modo de estar humanamente en la realidad. Comienza su vida apoyado en algo distinto de su propia sustantividad psico-orgánica: en la forma de estar en la realidad que se le ha dado.

Las dimensiones personal, social e histórica del ser humano son dimensiones esenciales que lo constituyen como tal, pero la dimensión basal es la de ser animal de realidades, porque el ser humano es fundamentalmente una sustantividad que posee la facultad de aprehender la realidad: es fundamentalmente animal de realidades. “Fundamentalmente” porque serlo es lo que fundamenta precisamente que el hombre sea realidad personal, realidad social y realidad histórica


La forzosa libertad del animal de realidades.

Volvamos al mito de Prometeo. La sabiduría y el fuego que Prometeo regaló a los hombres permitieron, paradójicamente, que fuera viable en la naturaleza una especie desnaturalizada, o mejor, una especie cuya naturaleza le permitía depender menos de la naturaleza. El regalo de Prometeo es la inteligencia humana, la misma que provocó la expulsión del paraíso donde mora el animal constreñido. La inteligencia singulariza al hombre en su estar. El animal no humano mora en la estimulidad, en un medio; el hombre en la realidad, en un mundo. Inteligir sentientemente, sentir la realidad en tanto que realidad, le permite al ser humano alejarse de la tiranía del estímulo, de la tiranía de la naturaleza. Nunca se aleja completamente, es cierto: la naturaleza misma nos ha dado cuerda, pero seguimos atados a ella. Pero la respuesta del hombre ante cualquier situación que se le pueda presentar no está dada, o está menos dada que la de, por ejemplo, un chimpancé, de la misma manera que la de un chimpancé está menos dada que la de una ameba. Esta, dice Zubiri, es menos “sustantiva” que el chimpancé, y este es menos “sustantivo” que el hombre, es decir, menos “real”. Y el hombre es menos sustantivo y menos real –relativamente absoluto- que la realidad absoluta, suelta de todo, irrespectiva, que sería Dios. Efectivamente, de existir, Dios sería la única realidad absolutamente libre. Nosotros somos cuasi-sustantivos, casi libres, casi dioses. Pero ese “casi” ya es mucho.

Los animales viven en un medio de meros estímulos que exigen respuesta. Para el hombre el medio deja de ser medio para convertirse en mundo, en realidad: algo que se apodera de él y le obliga a optar, a elegir, a configurar su Yo de esta o de aquella manera. Porque las cosas, en su carácter de realidad le demandan una comprensión: el hombre no puede quedarse en la mera formalidad de realidad, tiene que aprehender también los contenidos, y esto lo hace ya mediatamente, interpretando el mundo según el contexto socio-histórico-cultural en el que está instalado. Por eso la realidad no sólo le obliga, sino que le posibilita la vida, porque sin realidad, sin la liberación frente al estímulo, no sería necesario darle sentido a la realidad (el perro no le da sentido al estímulo solar, se protege de su calor poniéndose a la sombra, o lo busca echándose al sol), no necesitaríamos interpretar la realidad con el logos y la razón. La libertad viene exigida por el hecho de tener delante la realidad. Nuestra vida es fruto de la libertad, pero es una libertad concedida, que no hemos elegido, que nos ha sido dada por la naturaleza en un proceso evolutivo que nos ha constituido con unas estructuras bio-psíquicas precisas, una inteligencia sentiente que nos convierte en animal de realidades. Es el regalo de Prometeo.

Sin entrar en la procedencia divina o no de este regalo, la inteligencia específicamente humana está determinada por las estructuras físicas en orden a la supervivencia del individuo y de la especie. Otra cuestión es si ese regalo nos garantiza tal cosa. Sin él, a las bacterias, por ejemplo, les va muy bien. ¿Nos irá tan bien a nosotros con nuestra singular inteligencia? El mito de Prometeo, en sus diferentes versiones, cuenta que Zeus, ofendido y engañado, castigó a Prometeo. El mito, hoy, cuando la relación entre el hombre y la naturaleza resulta tan problemática, podría contar que Prometeo fue castigado por atentar contra la naturaleza: intentando que la extrema debilidad del ser humano no rompiera la armonía de la creación, Prometeo lo dotó de capacidades excesivas que no supo manejar, convirtiéndole en un ser semi-divino, con la sabiduría suficiente para imponerse sobre la naturaleza, pero sin la sabiduría necesaria para vivir en equilibrio con ella. Prometeo, entonces, habría sido castigado por poner en peligro la creación divina desnaturalizando la naturaleza humana. El de Prometeo es un regalo envenenado: la libertad exige responsabilidad. El hombre proyecta, planea, y después elige; elección que siempre, siempre, provoca, una modificación del medio. Esto convierte el medio animal en un mundo cultural, y al ser humano en un ser con una capacidad de adaptación al medio vía su modificación que posee un alto riesgo.



José Javier Villalba Alameda.

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