jueves, 31 de agosto de 2017

EL COMUNISMO COMO RELIGIÓN POLÍTICA (I)








Comunismo religioso y comunismo ateo.

El comunismo y el mesianismo de la tradición judeo-cristiana comparten una tesis fundamental: la propiedad privada es un robo, y el comercio su instrumento. No son lo mimso, claro, el comunismo milenarista y el comunismo científico, pero nada justifica ignorar lo que comparten. Por ejemplo, Marx afirma en el Manifiesto comunista que el rasgo distintivo del comunismo es la abolición de la propiedad privada y que, por tanto, los comunistas pueden resumir su teoría y su programa de acción en una fórmula única: abolición de la propiedad privada. Esta tesis sobre la perversidad intrínseca de la propiedad privada y el libre comercio es común en los distintos comunismos, también lo son el odio hacia propietarios y comerciantes y el desprecio por quienes no comparten esa misma emoción. El movimiento comunista contemporáneo y el fanatismo religioso de siempre participan del mismo ethos dogmático e intransigente.

 
Durante la Edad Media y la Edad Moderna, Europa fue sacudida violentamente por varios movimientos de masas inspirados en el mesianismo y en el milenarismo. En los siglos XVII y XVIII se abandonó la creencia en el advenimiento de una sociedad perfecta por mediación divina, pero resurgió el el siglo XIX, si bien el proceso de secularización fue despojando a esta esperanza de su origen divino. El milenarismo religioso se fundaba en el poder divino, el milenarismo laico en el poder de la razón, pero la idea misma de un acontecimiento transformador de la historia es de raíz religiosa. Ya Tocqeville observó que la Revolución francesa “al final, adoptó aquella apariencia de una revolución religiosa (…) o se convirtió, más bien, en un nuevo género religioso ella misma, bien es verdad, sin Dios, sin ritual y sin vida después de la muerte”. Los revolucionarios jacobinos franceses y los bolcheviques rusos mantuvieron la esperanza en una transformación integral de la humanidad.

Los movimientos revolucionarios seculares mantendrán cuatro creencias escatológicas de los movimientos milenaristas religiosos, de las cinco que a estos les atribuye Norman Cohn (En pos del milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media), negando únicamente la intervención divina: la salvación será colectiva, terrenal, inminente y total. Estos cuatro rasgos, salvo la inminencia, que en el socialismo científico queda a la espera de la “maduración de las condiciones objetivas”, son, además, rasgos esenciales de la doctrina revolucionaria marxista. Podría pensarse que eliminar a Dios de la utopía hace a esta más racional, pero creer que la humanidad puede liberarse de todos sus males y crear una sociedad libre de conflictos (los cuales provienen de la diversidad humana, de ahí la afición de los revolucionarios por aplicar el método de Procusto) gracias al conocimiento y a la razón humana es tan descabellado como hacerlo depender de la  voluntad divina.

A la inerradicable inseguridad humana, acentuada por la creciente complejidad social en un mundo que había ido perdiendo el asidero de la religión, respondieron muchos pensadores del XIX sustituyendo a Dios por las leyes de la historia. Los historicistas creyeron que la sociedad humana está sujeta a leyes que, como las leyes naturales, sirven para predecir lo que ocurrirá en el futuro. A desechar tal ilusión apunta la crítica de Friedrich Hayek al “racionalismo constructivista” (o la de Popper al historicismo), al que considera un freno para la comprensión de los fenómenos sociales y, lo que es peor, un obstáculo para la libertad y la prosperidad por creer en la existencia de leyes ineludibles del desarrollo histórico. A éste racionalismo de origen cartesiano del que deriva el socialismo se opone el racionalismo crítico anglosajón del que deriva el liberalismo (ambos se erigen como las dos grandes tradiciones filosófico-políticas herederas de la Ilustración). Éste último parte del reconocimiento de los límites de la razón humana y la complejidad de un mundo que va construyéndose a través de fines rara vez pretendidos, mediante procesos de autoorganización. A los constructivistas, en cambio, la sociedad se les presenta como una construcción deliberada del hombre para servir a un propósito premeditado. La idea fundamental que Hayek expone en La fatal arrogancia es que el socialismo constituye un error fatal de orgullo intelectual. El socialismo –una versión fuerte del constructivismo- en su intento de diseñar u organizar la sociedad a través de medidas coactivas de ingeniería social, es un error que deviene fatal para la sociedad que lo sufre, porque es imposible que aquel que quiera organizar la sociedad pueda obtener el conocimiento necesario para llevar a cabo su proyecto utópico. La catástrofe ocurre inevitablemente porque a la incompetencia le acompaña la arrogancia intelectual, la amoralidad (es bueno lo que favorece la revolución) y la imposición violenta.

El diseño de sociedades perfectas tuvo ilustre prosapia en Platón y las utopías renacentistas. En el siglo XIX reverdeció el pensamiento utópico, al cual Marx criticó con fuerza, lo que no fue óbice para que elaborara el suyo propio. Marx, a la vez constructivista e historicista, sostuvo que el futuro que prometía era una certidumbre, y que el advenimiento de la sociedad comunista era una necesidad histórica asegurada por las leyes del desarrollo capitalista; elaboró un relato escatológico intramundano, bautizado como “socialismo científico”, que intentó blindar frente a cualquier crítica proclamando, con espíritu religioso antes que científico, la falsedad de toda otra doctrina. Lo esencial de la obra de Marx, en tanto que impulsora del movimiento comunista revolucionario, es su condición de relato escatológico. La obra de Marx, fundamentalmente, es un relato escatológico que tiene como función impulsar el movimiento comunista revolucionario.

(Abro un paréntesis para advertir que no han sido sólo autores críticos con el marxismo los que han señalado su fondo religioso. También lo han hecho autores marxistas que pretenden recuperar su componente mesiánico bajo la premisa de que en él radica su verdad transformadora. Así, Walter Benjamin sostuvo que “Marx secularizó la idea de tiempo mesiánico en la idea de la sociedad sin clases”, o que “al concepto de sociedad sin clases hay que devolverle su auténtico rostro mesiánico, y ciertamente en interés de la política revolucionaria del proletariado mismo”. Georg Lukács definió el marxismo como un mesianismo revolucionario. Ernst Bloch afirmó que el materialismo histórico era una ciencia de la esperanza y expresó la necesidad de salvar la herencia que en él había del cristianismo, pero liberandolo de la interpretación teísta que anula el potencial subversivo que constituye su mayor contribución a la humanidad. Más recientemente, Slavo Zizek ha llamado “calumnia liberal” al hecho de mencionar una concepción mesiánica marxista de la historia heredera del cristianismo; sin embargo, inmediatamente después de hacerlo, aconseja “aceptar plenamente aquello de lo que se nos acusa”. Ya se sabe que la verdad es relativa, relativa a que la pronuncie o no un comunista. Todos estos autores postulan un cambio histórico radical que dé origen a una sociedad nueva, y mantienen que el marxismo, si quiere ser útil, debe asumir su herencia mesiánica judeo-cristiana por su capacidad como catalizador revolucionario, interpretando que la crítica que Marx hizo de la religión no suponía un rechazo completo de la religión, sino sólo de la función legitimadora que la religión asume en un mundo de explotadores y explotados. En definitiva, en opinión de los autores mencionados, se puede superar la alienación religiosa –teísta-, y tras ella todas las demás, suprimiendo las relaciones sociales que la generan gracias al potencial revolucionario de una religión sin Dios).

Un argumento contra todos los argumentos.

Marx sospechaba de los productos de la conciencia, los cuales explicaba remitiéndolos a una estructura subyacente: la infraestructura económica, es decir, la base real sobre la que se eleva el edificio ideológico jurídico y político. El modo de producción de la vida material de los hombres condiciona la vida social, política e intelectual de tal modo que las formas de conciencia, los valores asumidos por la sociedad, son ideas distorsionadas de la realidad; son “ideología”, entendida ésta como elemento encubridor y deformante de la realidad, producto de una falsa conciencia generada por unas condiciones sociales de producción determinadas históricamente. Y es en el periodo histórico vivido por Marx cuando este engaño llega a su cenit con la ideología burguesa, generada por la burguesía dominante para ejercer su dominio sobre el proletariado; el dominio más potente, eficaz y destructivo jamás visto. Pero gracias al esfuerzo intelectual  realizado por Marx en el momento histórico concreto en el que el capitalismo industrial deja ver sus contradicciones a quien sea capaz de verlas, el ser humano toma conciencia de la falsa conciencia, primer paso para salir del mundo ilusorio en el que vive.

Pero, ¿cómo es posible que el modo de producción capitalista, contraviniendo aparentemente los principios del materialismo histórico, en lugar de crear sólo ideología burguesa, produzca también pensamiento anticapitalista? Es decir, ¿cómo es que el capitalismo posibilita el descubrimiento de Marx y la toma de conciencia proletaria? La respuesta está en la dialéctica. El descubrimiento fundamental de Marx es que existe una clase social –el proletariado- en una situación de alienación y explotación de tal magnitud que personifica la alienación y la explotación universal. Es precisamente por hallarse en tan lastimosa situación que la clase obrera ya “no tiene nada que perder excepto sus cadenas”, de modo que se unirá y será capaz de organizarse para llevar a cabo la revolución que emancipará al proletariado y con él a la humanidad toda, iniciándose una nueva época histórica que conducirá a la sociedad comunista. El quid de la cuestión, en lo que se refiere a la doctrina marxista sobre la ideología, es el papel del propio Marx y de los comunistas en el despertar del proletariado. Para Marx nadie es capaz de una búsqueda desinteresada y objetiva de la verdad, ni de hacerlo en interés de toda la sociedad, excepto él y quienes aceptan la verdad de su doctrina, sin el conocimiento de la cual no puede iniciarse el proceso dialéctico que conduce a la futura sociedad sin clases, sin intereses de clase y, por tanto, sin falsa conciencia (este proceso depende del desarrollo del capitalismo, sí, pero también de la acción revolucionario de un proletariado consciente). Los comunistas, se lee en el Manifiesto comunista, son “la parte más avanzada y resuelta de la clase obrera”, aunque no pertenezcan a ella ni por origen ni por ocupación. Son ellos, después de asimilar la doctrina de Marx, los que deben adoctrinar al proletariado acerca de la correcta interpretación de las leyes de desarrollo capitalista, que es lo que distingue al socialismo científico del socialismo utópico.

El proletariado, por otra parte, es, según Marx,  una clase social “que no es una clase social”, es la clase que además de representar a toda la humanidad explotada, destruirá el orden burgués del mundo. Esto convierte al “proletariado” en una categoría política más que social. Un proletario debe conocer la doctrina marxiana, asumirla y obrar en consecuencia, y si no lo hace es porque está preso de la ideología burguesa. De la misma manera, un burgués puede librarse de la ideología de clase si se hace marxista. Esta identificación de una clase social que goza del privilegio de conocer la verdad y transformar el mundo con los adeptos a una doctrina -la suya- la decora Marx, con talento innegable, del siguiente modo: “El proletariado encuentra la filosofía sus armas espirituales y la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales. La cabeza de la emancipación es la filosofía; su corazón es el proletariado”. Está de más añadir que por "filosofía" Marx entiende su filosofía.

Así las cosas, se hace difícil no sospechar que el concepto marxista de ideología, más que un error intelectual, es una argucia para soslayar toda crítica, calificándola de ideología, falsa conciencia o mentira interesada de clase. El supuesto descubrimiento por Marx de las leyes de desarrollo histórico no es más que la invención de Marx de esas leyes. El socialismo de Marx es científico porque es pensado bajo las condiciones que el propio Marx exige a la ciencia social: que esté libre de ideología de clase. Pero para declarar como tal a una forma de conciencia Marx exige adhesión a su doctrina, como también lo exige pertenecer a la única clase sin conciencia de clase. Marx ingresa en la clase obrera -entendida no como categoría social, sino como categoría política- y se cae del guindo ideológico a partir del momento en que su pensamiento deja de estar determinado por su pertenencia a la clase burguesa, lo cual ocurre cuando descubre que todos los individuos están ideologizados, ergo equivocados; todos excepto quienes asumen el descubrimiento de Marx, ya sean burgueses o proletarios, aunque tal asunción, claro, no puede ocurrir antes de ser anunciado al mundo… Algo embrollado, sí, pero es a lo que conduce el determinismo espistemológico clasista de Marx, que se puede resumir así: al advertir que todo pensamiento es ideología, yo, Marx, me desengaño y os desengaño (o al menos establezco la condición necesaria para hacerlo), y como he definido la ideología como pensamiento que engaña, mi doctrina, que desengaña, no es ideología, sino verdadera ciencia. Y digo más: todo aquel que critique mi doctrina, la única desengañadora, será acusado de vivir engañado, de no comprender el verdadero método científico y de ser, conscientemente o no, un ideólogo que engaña a los demás al servicio de la burguesía.

Hay que reconocer la eficacia política de esta supuesta teoría científica. Resulta más útil –y mucho más cómodo- aludir al carácter burgués del contrario que refutar sus argumentos. Además, el carácter burgués –o pequeñoburgués- se le puede endosar a cualquiera; por ejemplo, a un obrero no marxista, o a un sindicalista que “sólo” pretenda mejorar las condiciones laborales de sus compañeros. El marxista tiene la suerte de poder recurrir a un argumento con el que contrarrestar los argumentos de sus adversarios intelectuales: el argumento que anuncia el carácter necesariamente ideológico, y por lo tanto falso, de todos los argumentos.

Resumiendo: según Marx la perversidad de la ideología reside en que con ella se nos engaña; en que no sólo deforma la realidad, sino que además pretende forzarla para hacerla coincidir con ella; y en que, para más inri, es generada para ejercer y mantener la dominación de clase. Se presenta la ideología, además, como una explicación definitiva sobre los fenómenos sociales, no pudiendo serlo, por muy verosímil que parezca, pues el hombre es un ser condicionado por la clase social a la que pertenece y por la falsa conciencia que ésta genera en él, y, por lo tanto, un ser incapaz de buscar y encontrar la verdad mientras no se deshaga de sus prejuicios ideológicos. 

Legitimación científica del relato escatológico. 

Dice Albert Camus en El hombre rebelde, que Marx mezcló en su doctrina el método crítico más válido con el mesianismo utópico más discutible, y que el primero se encontró cada vez más separado de los hechos en la medida en que quiso ser fiel a la profecía. Pero el método crítico de Marx no es algo válido en sí mismo que se echa a perder si lo mezclamos con el mesianismo; es un elemento fundamental del relato escatológico que no podemos desgajar de su función revolucionaria. En tanto que método crítico no sirve para nada si no está subordinado completamente a la práctica revolucionaria. El marxismo es, según el propio Marx, una práctica política revolucionaria encaminada a transformar el mundo, y en tanto que método científico para abordar el análisis de la realidad, está orientado a la transformación de esa realidad. Lo que quiere decir que no es científico, pues su finalidad es política. 

El materialismo histórico, como método crítico de análisis histórico, ha sido utilizado por científicos sociales no marxistas, pero lo que éstos creen aportes de tal método no lo son, porque si el axioma del que parte el materialismo histórico es que el conocimiento humano se produce socialmente y que las condiciones materiales influyen en él, hay que decir que ni eso lo descubrió Marx ni es necesario convertirse en marxista para sostenerlo. Estudiar un producto cultural a la luz de los conflictos sociales de determinado periodo histórico será condición necesaria para hacer una interpretación marxista, pero no suficiente. Para que lo sea, además, hay que creer que el motor de la historia es la lucha de clases y que la lucha de clases tendrá un último episodio que enfrentará a muerte a la burguesía y al proletariado, después de lo cual, y tras un periodo de transición, el de la dictadura del proletariado, llegará la sociedad comunista. Este fue el descubrimiento fundamental de Marx, según él mismo confesó epistolarmente a Joseph Wiedemeyer en marzo de 1852

"...Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases..."

Una cosa es aplicar el método dialéctico a las ciencias sociales y otra muy distinta legitimar científicamente un mito escatológico.

Benedetto Croce creía que, desprovisto de los elementos utópicos que le confiere el marxismo, el materialismo histórico no implicaba identificarse con el marxismo como alternativa política. No obstante, para cualquier marxista dicho aserto es un contrasentido. Y así es, porque el materialismo histórico, que ni siquiera fue mentado por Marx, no es sólo una concepción materialista de la historia, sino una doctrina cuya función primordial es impulsar la revolución. Esto es lo esencial: el marxismo es fundamentalmente un movimiento revolucionario. Un método crítico siempre debería centrar el interés en su objeto de estudio, y no en objetivos políticos que debería ser ajenos a la ciencia. Sin embargo, se exagera la importancia de lo subordinado (el método) y se oculta lo esencial (la finalidad del método). Lo mismo ocurre cuando se admiran las intenciones de los revolucionarios y se silencian los resultados de las revoluciones. Millones de seres humanos no han muerto por un método de crítica social.

Históricamente, el marxismo ha sido considerado bajo dos aspectos: como una teoría explicativa del mundo y como un movimiento para transformarlo. Así lo afirmó el propio Marx: los filósofos deben transformar el mundo y no limitarse a interpretarlo (tesis decimoprimera sobre Feuerbach). Todo análisis científico de la sociedad es un instrumento que el proletariado necesita para tomar conciencia de su destino histórico. La crítica de la económica política queda entonces supeditada, orientada toda ella a la transformación del mundo. Marx inició el desarrollo de la teoría materialista de la sociedad en 1843 con su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, donde voltea la dialéctica hegeliana al comprender que “tanto las relaciones jurídicas y las formas estatales no se pueden comprender por sí mismas, ni sobre las base de la llamada evolución general del espíritu humano, sino que arraigan en las circunstancias y relaciones materiales de la vida”. Ese mismo año publica un artículo donde se describe el rol mesiánico del proletariado: “La actual clase oprimida, el proletariado, no puede emanciparse sin emancipar simultáneamente a la sociedad de su división de clases”. En los Manuscritos económico-filosóficos o Manuscritos de París, de 1844, trata por primera vez de la alienación del trabajo asalariado por la propiedad privada y de su eliminación por la sociedad comunista. También en 1844 escribe junto a Engels, a quien conoce en París, La sagrada familia, un año después La ideología alemana y en 1848 es el Manifiesto comunista donde afirman que la lucha de clases es el motor de la historia y que la sociedad se polariza cada vez más en dos grandes clases directamente enfrentadas: la burguesía y el proletariado. Con treinta años de edad Marx ya ha elaborada lo esencial de su pensamiento: ha descubierto el motor de la historia (la lucha de clases), el sujeto histórico designado con la misión de abolir la sociedad de clases (el proletariado) y el consiguiente fin de la historia (gripado su motor la Historia se detiene). 

La teoría marxista sobre el desarrollo histórico dibuja la siguiente secuencia: lucha de clases-revolución-dictadura del proletariado-sociedad comunista. Esta teoría sólo puede ser creída; su comprensión en términos científicos no es más que la racionalización de una fe. A partir de aquí, toda la crítica económica que elabora Marx se limita a justificar el drama histórico relatado: su escena, los actos, los actores, los conflictos y la solución definitiva de esos conflictos. Y lo importante no es si el drama coincide mucho o poco con la realidad, sino la capacidad que tenga para concienciar y movilizar al proletariado. La crítica de la economía política es parte del material literario del relato escatológico, el único capaz de crear un movimiento político con la fuerza suficiente como para cambiar la historia. La radical separación marxista entre proletariado y burguesía -para la cual las teorías de la alienación y la explotación son imprescindibles- y la victoria final del uno sobre la otra, como momento necesario para alcanzar la sociedad comunista en la que cada cual trabajará en lo que desee y recibirá lo que necesita, es una versión atea racionalizada de la escatología judeo-cristiana, y obedece a las necesidad de justificar y prestigiar científicamente la revolución proletaria. Ya hemos visto lo fundamental de este relato, en los párrafos que siguen lo resumiremos más por extenso.

El dominio de la clase explotadora, la burguesía, se basa en la apropiación privada de los medios de producción y del fruto del trabajo colectivo, cuyos beneficios recaen sobre una ínfima minoría de explotadores burgueses. Esta situación se agudiza cada vez más, hasta alcanzar límites insostenibles,  generándose dialécticamente su superación dentro del mismo sistema: el capitalismo industrial desarrolla unas fuerzas de producción de proporciones tan enormes que condenan al proletariado a una vida cada vez más miserable, tanto que su única salida es la rebelión. La sociedad capitalista, pues, crea el principio de su propia destrucción.

El elemento clave con el que Marx amalgama la crítica socioeconómica con el mito escatológico es la teoría de la lucha de clases. Marx y Engels la formularon en el Manifiesto comunista: “La historia de todas las sociedades que han existido hasta ahora es la historia de la lucha de clases”. En él también expresan la dicotomía radical de la sociedad capitalista:

"(...) nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza, con todo, por el hecho de haber simplificado los antagonismos de clase. La sociedad se divide cada vez más  en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases directamente enfrentadas entre la burguesía y el proletariado".

Sobre esto hay que decir, primero, que no es la "época" quien simplifica los antagonismos de clase, sino los autores del Manifiesto, y segundo, que aunque en el tomo tres de El Capital Marx acabó reconociendo sin más la “infinita fragmentación” de las clases sociales, no sacó de ello ninguna conclusión que modificara lo ya concluido tras su reducción de la sociedad al dualismo explotador/explotado. Cosa lógica, pues mantener tal dualismo era fundamental para apoyar “científicamente” el esquema dualista preconcebido. Esta actitud, tan poco científica, contrasta con la de los sociólogos positivistas, que se quemaban las pestañas analizando en detalle las diversas clases sociales. Estos sociólogos “burgueses” le merecían, como científicos, la más baja opinión a un Marx que, frente a ellos, adoptó “como hombre de partido una actitud plenamente hostil”. Valorar el trabajo científico en función de si es útil o no a la revolución es actitud propia de un ideólogo e impropia en un científico. 

Marx puede decir que el proletariado es una clase social “que no es una clase social”, porque en realidad "proletariado" es una categoría política y no una categoría social. Es una clase que traerá la disolución de las clases, una clase que, al contrario que todas las demás clases habidas, no es particular (no tiene fines particulares) sino que es universal. Se define, pues, por estar explotada y alienada radicalmente, por representar el sufrimiento universal, por protagonizar la disolución del orden capitalista y por ser el sujeto universal de la emancipación humana. En la sociedad industrial capitalista se alcanza el grado máximo de explotación, que es lo que convierte al proletariado en la clase que cerrará el círculo de la explotación del hombre por el hombre. El privilegio histórico del proletariado tiene su origen en que es la clase absolutamente despojada que al tomar conciencia de ser nada se levanta para ser todo (más despojada que el esclavo antiguo, más que el campesino medieval). La explotación del proletario podría parecer soportable comparada con la de un esclavo antiguo o un siervo feudal, pero Marx necesitaba que sobre las espaldas del proletariado recayeran la alienación y la explotación universal, y sobre las de la burguesía la culpa universal. 

La sociedad comunista es, al modo hegeliano, la última síntesis generada dialécticamente por un proletariado que está determinado, no a servirse, sino a servir al bien universal por situación histórica privilegiada. El proletariado es lo universal oponiéndose a lo particular. El capitalismo se convierte así en el último régimen de explotación del hombre por el hombre, en la última de las explotaciones. Los revolucionarios conscientes, la vanguardia del proletariado, los miembros del partido comunista, los conocedores de la ciencia dialéctica y la dinámica histórica, deben encauzar la enorme fuerza de la rebeldía espontánea o latente de las masas para destruir el aparato de dominación de la burguesía y sus instituciones. El proletariado se convierte para Marx -y por Marx, que es quien le descubre la verdad- en el sujeto de la historia que clausura la historia, en el despertador que saca a la humanidad del sueño producido por la falsa conciencia. Tras una era de violencia sin igual, después de conquistar el poder y tras un periodo de transición de duración indeterminada -el de la dictadura el proletariado- advendrá una sociedad sin clases en la que “cada cual no tiene un círculo exclusivo de actividad, y puede desarrollar sus posibilidades en la rama que mejor le parezca. La sociedad regula la producción general, permitiendo que pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda cazar por la mañana, pescar después de comer, criar ganado al atardecer y hacer crítica literaria a la hora de la cena, sin necesidad de convertirme en cazador, pescador, pastor o crítico”. De esta fantasía marxiana a las sociedades comunistas realmente existentes hay la misma distancia que la que separa el paraíso del infierno.

Este es el análisis del capitalismo que fuerza Marx para encajarlo en su profecía. Tenemos el combate cósmico entre las fuerzas del bien y del mal (la lucha de clases que mueve la historia), el Armagedón (la última batalla final entre burguesía y proletariado), un  profeta (Marx), un mesías colectivo (el proletariado), y por fin, tras un periodo indeterminado de transición -la dictadura del proletariado-, el Reino de Dios (la sociedad comunista en la que “corren a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”). Y como este cuento, que se parece al mito escatológico de tradición judeo-cristiana como un huevo a otro huevo,  al realizarse despertará al hombre de las brumas ilusorias en la que ha permanecido, es por lo que se eleva a la categoría de ciencia social, resultado del análisis socio-económico del capitalismo y de la aplicación de las leyes de desarrollo histórico. Pero es en realidad un relato de forma y contenido religioso con una función similar a la que la religión había tenido hasta que el proceso de secularización le hizo perder peso e influencia en la sociedad: ofrecer esperanza en una vida futura mejor a los humildes y oprimidos, e identidad, protección y seguridad en el grupo; todo ello aderezado y enriquecido con la certidumbre que ofrece su supuesto -y falso- carácter científico. 

La teoría del valor-trabajo y la plusvalía de Marx fue pronto superadas, y recurrir a ella resultará tan provechoso para el economista como para el físico recurrir a la física aristotélica. Su teoría sobre la máxima alienación y explotación bajo el capitalismo son una burda racionalización de su injustificable dualismo maniqueo. Por lo mismo, su concepto de clase y su teoría de la lucha de clases como motor de la historia son reduccionistas y extremadamente simplificados a propósito. Marx quería demostrar, en consonancia con la tradición mesiánica y milenarista judeocristiana, que el conflicto entre proletariado y burguesía había de conducir a una nueva era de paz y prosperidad. Para ello requería un análisis de los modos de producción históricos, y específicamente del último -del modo de producción capitalista-, que demostrara que la división del trabajo y la propiedad privada son el origen de toda alienación y explotación del hombre por el hombre, y del cual se concluyera que su erradicación estaba a punto de suceder. 

Acerca de sus predicciones hay que decir que erró en todas. Pronosticó la creciente polarización de las clases (una cada vez más ínfima clase burguesa y una cada vez mayor clase proletaria, sin clases intermedias). Pronosticó el empobrecimiento progresivo hasta convertirse en absoluto del proletariado (obtener por su trabajo lo justo para sobrevivir y seguir produciendo). Pronosticó la inevitabilidad de la revolución proletaria (ni en Rusia, China, Vietnam, Camboya o Cuba la revolución la hizo el proletariado). Pronosticó que la libertad de mercado sería una rémora para el progreso técnico, a pesar de afirmar en el Manifiesto comunista que  el capitalismo había traído el mayor progreso tecnológico nunca visto hasta entonces. Y pronosticó el inevitable y pronto colapso de la economía capitalista (y aunque lo más probable es que que algún día ocurra, porque nada es eterno, que no haya sucedido aún, más de cien años después de haber sido predicho, se puede considerar como otra predicción errada).

Su pleno de predicciones fallidas proviene de un mismo error: realizar el análisis socio-económico para confirmar una doctrina preestablecida. Del marxismo, dado su fracaso como ciencia social, sólo quedó la promesa mesiánica, tan potente para convocar a la lucha que compensaba con creces su escaso valor científico. Pero el prestigio del adjetivo “científico” era tal en su época que Marx no podía renunciar a utilizarlo, amén de servir de ariete frente a sus críticos. ¿Es que no creía Marx sinceramente que su doctrina era científica? Seguramente sí, pero esa creencia no era más que el producto de la falsa conciencia de un intelectual convencido de haber diagnosticado los males de la sociedad y de poder erradicarlos.

El marxismo ha sido, fundamentalmente, el proyecto utópico de una minoría intelectual arrogante y sin escrúpulos (quien lo niegue debe explicar por qué ninguno de ellos dejó de insistir en el estorbo que los escrúpulos humanistas suponían para la revolución), que tuvo la habilidad de movilizar en su favor a grandes masas (fundamentalmente campesinas) a las que despreciaron, maltrataron y asesinaron.  Al proletariado no se le exigía que fuera capaz de acceder a la ciencia marxista, conociera las leyes de desarrollo histórico, se hiciera consciente de su misión, obrara en consecuencia y bla, bla, bla, sino que creyera con la fe del carbonero en la escatología marxista (de la que toda la farfolla pseudocientífica no era más que elemento legitimador). El proyecto político marxista necesitaba proselitismo y activismo de tipo religioso. El materialismo histórico, como método crítico, no es más que un instrumento racionalizador del mesianismo secularizado, fruto de la necesidad de hacer recaer sobre las espaldas del proletariado la alienación y la explotación universal, y sobre las del burgués la culpa universal. Por la interpretación materialista de la historia nadie habría arqueado una ceja; el deseo de castigar a los responsables del mal universal y la esperanza de ver cumplida la promesa mesiánica movilizaron a muchos a favor y en contra y anegaron en sangre el siglo XX.

El comienzo de la nueva era.

Se ha discutido mucho acerca de si Marx consideraba la sociedad comunista como el episodio último de la humanidad, o, menos radicalmente, la creía un episodio necesario de esta, pero no el definitivo ni el último. Se podría decir que se trata entonces de distinguir entre una escatología fuerte y una débil. La cuestión se me antoja análoga a la suscitada por los teólogos bizantinos acerca del sexo de los ángeles, o sobre cuántos de estos caben en la cabeza de un alfiler, es decir, entretenimiento de escolásticos ignorantes de lo que sucede en el mundo real (en el caso del socialismo real, la ignorancia -voluntaria- y el pasatiempo en discusiones bizantinas quizá estuvieran causados por cierta decepción y un soterrado sentimiento de culpa). No obstante, algunos creyeron traspasar el horizonte utópico y entrever el futuro. Leer a Althusser que “militar en el marxismo es entrar en una barca que nos lleva a la otra orilla”, y que “cuando lleguemos no se acaba todo, sino que entonces cada uno pensará y actuará como le venga en gana”, daría risa si no supiéramos que el marxista francés padeció una grave enfermedad mental, y si esa estúpida creencia no hubiera producido tanto dolor.

Se ha reprochado a quienes acusan a Marx de echar el cierre a la historia que en realidad no anuncia el fin de ésta, sino el de la prehistoria. El reino de la falsa conciencia, de la alienación y la explotación lo sitúa Marx en la prehistoria humana. Con el fin del capitalismo se acaba la prehistoria de la sociedad humana y comienza, por fin, su historia. Pero todo esto es sólo una mera cuestión nominal a la que agarrarse con más fervor que otra cosa. A efectos sociales y políticos lo mismo da afirmar que la sociedad comunista es el fin o el origen de la historia, porque mantener que todo periodo anterior a la sociedad comunista es “prehistórico” establece una frontera ontológica idéntica a la frontera que podamos establecer entre el discurrir de la historia y lo que está la margen de ello. Y esto es lo que realmente importa, no el nombre que le demos a lo que queda más allá y más acá de esa frontera: oponer un periodo histórico exento de antagonismo sociales a uno prehistórico definido justamente por no tenerlos. Da igual el nombre que le demos si, al fin y al cabo, se trata de partir en dos el desarrollos históricos y a partir de ahí hacerlo fluir por cauces distintos, y, sobre todo, de establecer dos periodos históricos, identificados moralmente con la justicia y la injusticia, con la igualdad y la desigualdad, con la miseria y la abundancia universal; en definitiva, con el bien y el mal. Afirmar que con la sociedad comunista no se detiene la historia, sino que es cuando realmente comienza, no cambia el hecho de que Marx abre un abismo en el proceso histórico como el que se abre entre el cielo y la tierra.

Marx predijo el advenimiento de la sociedad comunista sin fecha, pero también sin contenido ni forma real, salvo la vaguedad de que tras la revolución y la dictadura del proletariado, llegaría la sociedad comunista donde todas las necesidades humanas serían satisfechas. Marx concibió la dictadura del proletariado como un periodo de transición en el que se produciría la transformación gradual de un modo de producción capitalista a otro comunista, tras el cual llegaría la sociedad comunista, origen (o materialización definitiva, lo mismo da) de la humanidad emancipada. Pero, repito, no sirve de nada discutir si, para Marx, la sociedad comunista es el fin de la historia o la transición a otra historia, porque, incluso en su versión escatológica débil, o bien Marx tenía razón, y la sociedad comunista inicia la marcha hacia aquella sociedad perfecta donde no existen la miseria, la desigualdad y la injusticia..., o no la tiene, y entonces tanto sufrimiento para llegar a ella no sirve para nada. De momento sólo hemos asistido al despliegue sangriento de la dictadura del proletariado, fruto del delirio de los dispuestos a todo con tal de lograr que el mundo real coincida con su mundo ideal. Por mucho que se use y abuse de la dialéctica, resulta difícil imaginar que de esa catástrofe emerja algún día una sociedad perfecta.

El marxismo es, fundamentalmente, una doctrina sobre el destino último de la humanidad, un mesianismo que contiene un mensaje profético que promete la redención del ser humano tras un apocalipsis revolucionario. El marxismo es, desde su inicio, un proyecto utópico (distingo entre “utopía”, entendida kantianamente, como horizonte que sabemos inalcanzable pero al que siempre hemos de dirigirnos; y “proyecto utópico”, entendido como el proyecto político de una minoría convencida de las bondades del mismo y dispuesta a todo para llevarlo a cabo e imponerlo al conjunto de la sociedad, que es lo que definía Ortega y Gasset como “una insinceridad, una inepcia, una inmoralidad y un anacronismo”).

Todo proyecto político utópico debe ser necesariamente totalitario, pues provoca el choque entre un ideal de armonía social y la diversidad real -esencialmente humana- de valores e intereses. Tal diversidad es enemiga del utopista, tan aficionado a practicar a los demás el método de Procusto. Se pretende imponer la armonía social, y no estructurar un sistema político que trate de minimizar los conflictos sociales inherentes a cualquier sociedad que no sea imaginaria. El problema es que los valores de los utopistas no pueden coincidir con los de todo el mundo, y para que reine una armonía total en la sociedad todos los individuos que la componen deberían compartir no sólo el mismo concepto de bien, sino la misma creencia en cómo conseguirlo. Los individuos que integran una sociedad no piensan lo mismo acerca de cómo organizarla de la mejor manera, lo cual no es posible ni deseable. Todas las sociedades contienen ideales diversos y a veces contrapuestos de vida; cuando los utopistas pretenden imponer su ideal particular porque están convencidos que encarna el mejor modo de vida posible para toda la humanidad chocan contra la diversidad real. El utopista es apolítico -un idiota, en sentido aristotélico- porque la política brega con la realidad, que es multiforme y dialéctica..., un fastidio para quien, fantaseando con una sociedad homogénea y uniforme (sólo un idiota puede pretenderlo y desearla), decide terminar con el proceso dialéctico por las bravas, o sea, negando para siempre lo otro, sin síntesis ni gaitas (dicho en comunista: liquidando la contrarrevolución; dicho en yihadista: matando infieles). 

Esperaban lo imposible: que el Estado socialista lograse al fin liberar a los individuos de las formas de producción y pensamiento del pasado, y, sin necesidad ya de tutela y guía de autoridad alguna, fuesen libre y conscientemente comunistas. A lo sumo, mediante una violencia física y sicológica brutal, consiguieron durante un tiempo que la mayoría del pueblo fingiera sintonía mental con el régimen y actuaran como las autoridades ordenaban. Lo que ocurrió -lo que ocurrirá siempre que se intente imponer el proyecto utópico de unos pocos a toda la sociedad- es que gran parte de la población, apegada a las viejas instituciones que debían ser abolidas a la fuerza por el bien común, se convirtió por ello (la convirtieron) en enemiga del bien común y como tal fue tratada. Cuando los utopistas se apoderan de los resortes del Estado para construir la nueva sociedad, la aniquilación de quienes son acusados de oponerse a ello se torna procedimiento justo y necesario. La desaparición traumática de la vieja sociedad no genera más que el sufrimiento generalizado de la población. Esta es la única ley de desarrollo histórico que se puede obtener de la experiencia histórica del comunismo.

  
José Javier Villalba Alameda


2 comentarios:

  1. Interesante, extenso y profundo análisis. El marxismo en efecto no desarrolló una ética porque llevaba enquistada en su seno la culpa judía y la compasión y escatología cristiana.
    Efectivamente Utopía es una señora de noble frente pero de manos ensangrentadas. Y el comunitarismo o el comunismo suele imponerse a costa de la libertad individual y los derechos personales, derivando además en ruina económica porque, como supo en genial Kant el hombre no puede ser sino insolidariamente solidario o al verres. El Estado puede distribuir y corregir, limitar la avaricia de los ricos, pero no puede crear riqueza. Son los emprendedores los que lo crean y es la mirada del amo la que engorda a la yegua.
    Y es que, tras la revolución, se sacrifica a una sociedad armónica futura, definitiva, utópica, prometida por el profeta Jesús, Mahoma o Lenin, la alegría y la libertad de los hombres presentes, varones y mujeres.
    Me ha extrañado que no cites a Albert Camus. En *El hombre rebelde* explica muy bien como el marxismo tiene raíces judeocristianas yt como deriva en nihilismo destructivo y criminal y por qué razón histórica. Camus propone una rebeldía con limites humanistas y libertarios, reformista, artística y creadora.
    Por cierto, es posible un milenarismo no materialista, el que muy original y surrealistamente desarrolló Juan Larrea, recuperando el quiliasmo cristiano a favor de una utopía espiritualista y humanista, la Edad del Espíritu (cuyo símbolo es la paloma picassiana), idea presente también en la filosofía de Eugenio Trías...
    Saludos

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  2. Sí lo he citado: "Dice Albert Camus en El hombre rebelde, que Marx mezcló en su doctrina el método crítico más válido con el mesianismo utópico más discutible, y que el primero se encontró cada vez más separado de los hechos en la medida en que quiso ser fiel a la profecía". Más que una mezcla a mí se me figura como un gran fruto carnoso con una semillita en el centro. La inmensa mayoría de la obra de Marx, dedicada a la economía política, recubre, envuelve "científicamente" el relato mesiánico, que es el fundamento, el núcleo.

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